?¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!?

?¡No, no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Él vendrá!?

Historias argentinas. Columna de Javier Trímboli en Telam


Javier TrímboliJavier Trímboli 

Facundo Quiroga es asesinado el 16 de febrero de 1835, en Barranca Yaco, un paraje al norte de Córdoba. La Argentina de aquel entonces se conmovió, por la relevancia política del caudillo riojano, idolatrado por las clases populares. Quién instigó el crimen fue la pregunta que se puso a rodar, a la vez que la certeza de que Facundo volvería. Si la historia es un espejo, la imagen de lo ocurrido hace 180 años en nada se parece a la que hoy agita tenuemente a un sector delimitado de la sociedad.

“¿Qué significa esto?”, ordena más que pregunta Facundo Quiroga, asomando la cabeza por la ventana de un coche envuelto en polvo. La respuesta es un balazo que le entra en un ojo y lo mata. Vuelve de Santiago del Estero, de mediar sin mucha fortuna en un diferendo entre gobernadores del norte. Aunque también es un giro convencional, de autoridad, la pregunta en cuestión suena moderna, porque es difícil que no se derrame más allá de Barranca Yaco, hacia la búsqueda del sentido que rige la vida de una nación que aún no termina de conformarse. Sarmiento en Facundo. Civilización y barbarie -10 años después del asesinato- pone esta interrogación en su boca, pero antes había rodado, similar, en versos populares que lloraban la muerte del caudillo riojano.

Más de una advertencia recibe Facundo de que una emboscada lo espera en el camino, ya que sus enemigos han dispuesto todo para matarlo. Las desoye: “No ha nacido todavía el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío esa partida se pondrá a mis órdenes”. Nada importa que apenas pueda caminar, el cuerpo estropeado con 47 años. Y mientras su secretario desespera, él duerme. Borges, cuando simpatizaba con Yrigoyen, agrega estos versos: “Aquí estoy afianzado y metido en la vida/ como la estaca pampa bien metida en la pampa.” Y le hace preguntar: “¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?”

El sueño al que se entrega Facundo en la galera no es el “apacible” de Díaz, uno de los fusilados de José León Suarez retratado por Walsh, que ronca en el banco de una comisaría. Porque ha tenido y tiene enemigos por doquier, a los que ha combatido en decenas de batallas y refriegas. Y aún cuando el partido unitario está derrotado, nuevas desavenencias aparecen. Lo mata un “gaucho malo”, Santos Pérez, por encargo de los hermanos Reinafé que gobiernan Córdoba. Son federales pero aliados de Estanislao López, con quien Quiroga no se entiende. Santos Pérez y dos de los Reinafé terminarán colgados en un patíbulo en la Plaza de la Victoria y con el fondo del Cabildo. Una litografía que Rosas hizo imprimir por miles nos lo recuerda. Otra fue la de Facundo Quiroga. Porque a Rosas acusan muchos, Sarmiento desde ya, de haber instigado el crimen. Tulio Halperin Donghi, no José María Rosa, escribe que se trató sólo de “un libre juego imaginativo”.

Después de Pavón y de 1880, hay un lago y penoso momento en que su muerte parece definitiva. La Argentina se moderniza y se dice que los caudillos no eran más que señores feudales (Ingenieros). Limpios del pasado, exfoliados, Facundo ni siquiera sirve para producir pintoresco, demasiado tremendo. El pampero muere. Sólo en La Rioja se lo recuerda y quizás con algo de vergüenza. Por ese entonces, David Peña quiere rebatir la “leyenda negra” que se hizo fuerte apoyada en la letra de Sarmiento y se detiene en los últimos años de Facundo. Crepuscular, antes de la batalla de Oncativo, le escribe al general Paz: “Estamos convenidos en pelear una sola vez para no pelear toda la vida. Es indispensable ya que triunfen unos u otros, de manera que el partido feliz obligue al desgraciado a enterrar sus armas para siempre.” Instalado en Buenos Aires, en mayo de 1834, de no ser por una tormenta, habría atravesado la rada para saludar a Rivadavia que está en espera de su pasaporte para residir de nuevo por estos lares. Rivadavia, uno de sus enemigos de antaño, principalmente a él estaba dedicada la bandera negra en que una calavera era cruzada por dos tibias, con la leyenda “Religión o Muerte”. La necesidad de una constitución lo preocupa a Facundo Quiroga. Pero ese desdibujamiento, para Peña, también para Sarmiento, no es tal. Los invita a imaginar la posibilidad que quedó trunca en Barranca Yaco, de que Facundo aportara la solución para la Argentina. Su unidad. Otra cosa afirma Halperin Donghi: “En 1835, Quiroga era ya tan sólo un sobreviviente de las luchas grandiosas que en la década anterior habían dado a su figura dimensiones nacionales.”

Estas palabras se sitúan por fuera del mito que, en tanto popular, en efecto se sostuvo en esas “luchas grandiosas” de la década de 1820. Más atento a las denuncias de quienes le temen y odian que a las razones de los gauchos convencidos de que volverá, Sarmiento alimenta el mito, para lanzarlo contra Rosas. Facundo es el gaucho que hace el mal sin saberlo; el bandido, el desertor, siempre fuera de la ley, un tigre cebado que hay que cazar. Su caballo Moro y 400 capiangos –hombres tigres- lo hacen invencible en el campo de batalla. Sarmiento lo animaliza pero, a la vez, Facundo y la cultura popular en riesgo se sienten cómodos en alianza con ese otro mundo. En contraste: en Rosas la barbarie y la pasión se convierten en frío sistema. Ahora bien, derrotado Rosas, Facundo, queda y es una fenomenal advertencia contra las maneras más cortas de pensar la Argentina.

Aunque nunca en un billete, Facundo recorre el siglo XX y sus temblores. Lo imaginan y hacen obra Saúl Taborda, Manzi, Basaldúa, Luis Felipe Noé, Ortega Peña y Duhalde, Oesterheld, Hugo del Carril. Francisco Urondo incluye desgarrado el poema de Borges –El general Quiroga va en coche al muere- al interior de Adolecer; lo entrecruza con versículos bíblicos y parece admirar a quien sabe ir “en coche al muere”.

Facundo es la cifra de lo que se pretendió desterrar y volvió; del fracaso, que a algunos aterra, de las líneas divisorias nítidas entre pasado y presente. Al menos un jirón de sentido sobre nuestra experiencia como nación moderna despunta acá. Algo de esto supo Menem en 1989, aunque haya sido para la tergiversación flagrante. La recurrencia a su figura es también la añoranza de una vida más justa. Como si Facundo, vuelto naturaleza, con sus capiangos y armas desenterradas, estuviera siempre por volver. Exageremos porque nos gustaría creerlo, como Mesías furioso.

Toda vida y toda muerte se constituyen en un cruce social y político, en una trama de fuerzas. Hasta Ortega Peña y Duhalde, que no ahorran críticas al liberalismo, reconocen en Sarmiento que haya enlazado la vida física y el mito de Facundo a las clases populares. Otro jirón de sentido. La larga presencia de Facundo le debe todo a esto.

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